Desde el borde de la isla digo adiós a los que esperan.
Al atardecer, la isla zarpa con su nube de rostros
y palacios gigantes, estela de precipicios
para el tiempo. Aún ignoro
ese tiempo que la isla ha puesto sobre la palma de mi mano,
el aceite de mi cuerpo sobre sus soledades
invulnerables. Mi lámpara ha caído.
Abajo encuentro nombres que algún día compartieron
las voluptuosas noches. Cientos de cadáveres
evaporándose hacia un frágil destino
donde el anhelo inclina sus ventanas.
He caído a intemperie de mí mismo, en la hondura
de los nombres que tuve. He transitado
espacios de memoria acuartelada
en los oscuros bosques de su lenta
emanación. He susurrado montañas potentes,
letanías de raros esfuerzos donde se esconden
los vientres donde un día hundí mis frustraciones.
Hoy ya no sé qué parte de mí mismo
se despide, imagina viajar como la bestia
en las naves difíciles. O qué parte del tiempo
se detiene a esperar con los perdidos
nombres de rostros frescos como la hierba
silvestre. Voy inventando las azules barandas
en que mi mano roza creciendo lentamente.
En su grácil distancia he visto un árbol,
el anuncio de un bosque diferente
a la isla. En vano me disuelvo
en los bordes. Busco una imagen a todo
lo que fue familiar. Nada me queda ahora
sino el niño encumbrado que trajo a mi garganta
un velador, la foto de la abuela vencida
por su ira, el polvo de las tardes pedestres.
He imaginado algo semejante al soporte
de mis años, sin los cuerpos danzantes
que abren sus bocas blandas para aliviar al mundo
de sus deseos, y tiñen de violentos resplandores
el tiempo. He imaginado que ahora voy existiendo
y que esta rara isla me despierta.
Pero aún no comprendo la humedad de ese espejo
postrado tras de mí, de ese rebaño enorme
que se mira. En los labios cansados
alguien ha puesto nombres inmemoriales, ventiscas
imaginadas, amagos, reminiscentes vastedades
para llegar a un fondo indefinido.
Alzo mi mano y rozo también el gris del marco
como el humilde azul de las barandas
en el asomo de los días. Sus grietas me parecen
conocidas. Sus manchas me consumen.
Ha calado ese humo de las estatuas
polvorientas. He masticado almas
que han sentido caer todo el color del mundo.
No sé si estoy mirándome en un lago
que es un espejo, o un edificio descascarado,
o un simple bulto hojeado en el camino
casi un cristal, o un mirto intrascendente
para inventar una isla y su distancia
y sus bestias y soles inconclusos.
Hoy ya no sé en qué parte del espejo
me distingo. En cuáles realidades
imagino que el tiempo ha transcurrido. Navego
solo bajo la isla y sobre ella,
dentro y fuera de un ciclo inexistente
en los blancos balcones de los días
que mis retratos cuentan desde sus ojos.
Desde el borde de la isla alguien me dice adiós, e imagino
que soy la bestia radiante, o la única culpa
de mí mismo. Sospecho
que alguien sabrá mi historia, y que algún día
la escriba tras el distante arrullo de mi nombre
dormido. Acaso el tiempo destierre mis cortinas
y el día sea otra razón familiar
donde abalance el viento sus tantas sinrazones,
y todo lo que he dicho quede, como oscura montaña
en el ocaso donde la larga isla vaga
arrastrando en silencio mis letargos inmóviles
para al fin alejarse tras el peso de sus formas.
Publicado en Miscelánea
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